– ¡Come, hijo, come! -me decía Gregoria, mientras ponía ante mí un plato de olorosa y humeante sopa de no sé qué, con una rebanada de pan encima-, que verás cómo se te arregla el cuerpo…
Ya sabéis que Martín, mi padre, había comprado un motocarro marca Iresa. Este vehículo disponía de una caja que no era muy grande y tampoco muy alta; pues bien, para aumentar el espacio útil de la caja, al menos en volumen de carga, Martín, encargó soldar tres ángulos de hierro como unas U invertidas para formar «costillas» a modo de bastidor. A éstas incorporó una lona fija que cubría los laterales y el techo. Después en las partes delantera y trasera, también añadió otras lonas, pero sujetas con hebillas, dejando así estas zonas accesibles para efectuar cargas y otros usos.
Bueno, pues no sé por qué, un día a principios de enero de mil novecientos sesenta y uno (más o menos), Martín, decidió que fuésemos hasta Cifuentes, su pueblo natal. Y partimos hacia allá. Debían estar tan bajas las temperaturas, que mi recuerdo de entonces es terrible.
El motocarro solo tenía un asiento: para el conductor, que se protegía la cabeza (raramente se usaba casco) con un gorro de borreguillo provisto de visera y una hebilla cerrando el barboquejo; unos cuantos papeles del periódico YA bajo el grueso jersey, y encima la gruesa pelliza de cuero; las manos también iban cubiertas por manoplas de piel vuelta sujetas al manillar. Yo, que tendría unos once o doce años, iba dentro de la caja, muy abrigado e incluso tapado hasta las orejas con una gruesa manta de lana. Aun así, el viaje se me hizo eterno por el frío que pasé. He soportado frío en múltiples ocasiones, pero como aquel dichoso día elegido, creo que pocas.
Buscando entre mis experiencias del viaje, además del frío sufrido, encuentro una agradable: Al pasar por Cívica, mi padre paró el motocarro al lado del Tajuña, frente a la cascada que, totalmente congelada, formaba un bosque de carámbanos de hielo de un blanco luminoso. Caía como una enorme cabellera de plata, cubriendo la pared musgosa y siempre verde de sus piedras de toba. Esa imagen la tengo grabada desde entonces como algo bello y espectacular.
Una vez que llegamos a Cifuentes, fuimos a ver al tío Dionisio, que junto a su mujer Gregoria, nos recibió efusivamente. Dos personas bastante flacas que formaban una pareja sencilla y austera, pero tanto Dionisio como Gregoria, muy cariñosos conmigo.
Recuerdo su casa como algo sombrío, bien porque era invierno, o quizá porque el salón estaba ocupado con muebles de color nogal oscuro, que debían absorber la poca luz que entraba por la ventana abierta a la plaza Mayor de Cifuentes. Tenían cuatro hijos ya mayores que no vivían con ellos, no obstante, eran malos años, escaseaban los alimentos, y en cuanto al dinero, había que estirar lo que se conseguía. Muchos recuerdos de entonces se me aparecen en blanco y negro.
El tío Dionisio, mi tío Dionisio ya, trabajaba como encargado destilador de espliego. Tenía a su cargo una caldera que montaba y gestionaba durante todo el tiempo de uso, para extraer el espíritu a estas aromáticas plantas. Cada vez que revivo la imagen de Dionisio, se me aparece extremadamente serio, con su traje oscuro, camisa blanca abotonada hasta el cuello, y la boina negra que doblaba sus grandes orejas.
En la provincia de Guadalajara siempre hubo muchas plantas de espliego que, entonces, no eran cultivadas a propósito, sino que tenían crecimiento espontáneo. Estos arbustos estaban extendidos por yermos y linderos, casi en cualquier parte los había, y los paisanos segaban con su hoz las olorosas espigas para venderlas en gavillas a las empresas que lo destilaban artesanalmente.
Durante varios meses al año, (de julio a octubre concretamente) se efectuaba la ‘destilación’ del espliego. Para ello, en la caldera instalada junto a un río o arroyo con suficiente agua corriente para refrigerar el serpentín, se echaban de 5.000 a 8.000 Kg de gavillas de espliego, se cerraba herméticamente con una tapa ajustada y sellada (muy importante) con cenizas o engrudos, y bajo ella se mantenía con leña un constante fuego para que durante dos o tres días permaneciera cociendo a fuego muy lento, hasta que las esencias del espliego (o lavanda, como dicen ahora) desprendidas de sus espigas en forma de vapores, fuesen atrapadas por el serpentín refrigerado con el agua, y recogidas como aceites en garrafas a la salida del tubo. Estos aceites y esencias, tan aromáticas y valiosas, tenían como destino final las grandes empresas perfumeras.
Durante algunos años, quizá por la influencia de mi tío Dionisio, almacenamos en la cochera de casa montones de gavillas de espliego. Las comprábamos al peso por agosto y septiembre a ‘los mozos’ que, acabadas las labores de recogida del cereal, dedicaban algunos días a segar estas preciosas matas de espliego para conseguir unas pesetillas extras, que a veces les cubrían el pago del ‘escote’ de la Fiesta. Apilábamos estas gavillas hasta el techo. Y allí apretadas desprendían unos aromas espesos, tan concentrados y agobiantes que apenas se podía entrar al lugar semicerrado donde estaban apiladas, e incluso después de ser retiradas por los camiones, quedaba perfumada la casa hasta Navidad y más.
Bueno pues tiempo más tarde, ya habían pasado algunos años desde que falleció mi tío Dionisio, Gregoria vivía con su hija Mónica en Azuqueca; allí se puso muy enferma un día del mes de septiembre, y enseguida se murió. Nos avisaron de que sería enterrada al día siguiente en el cementerio de Cifuentes, junto a los restos de Dionisio.
Aquella tarde, en que murió Gregoria, pedí permiso en el trabajo para asistir al funeral que sería por la mañana. Mi jefe, que sentía devoción por los entierros, me dijo que no me preocupase y no volviera en todo el día.
Y aquí entra en acción otro personaje hermano de Dionisio y de mi abuela paterna Mª Luisa: Paco, ‘ex División Azul’. Yo no sé si por su pasado o por su matrimonio con Ilumi, el caso es que en la familia le atribuíamos una buena fortuna económica. Habló mi padre con él y decidieron que iríamos en el coche de Paco al entierro de su cuñada Gregoria.
Paco, vivía en la calle Narváez y creo que nos subimos a su coche por Manuel Becerra. Nada más arrancar sospeché que lo usaba muy poco. Salimos de Madrid y, yo, inquieto, no le quitaba ojo. Crucé varias miradas con mi padre después de sentir miedo de verdad en varias ocasiones. Veía coches circulando en sentido contrario que se desviaban y nos dedicaban largas pitadas; pues a pesar de ser Paco muy de derechas, su tendencia con el volante era permanente hacia la izquierda. En aquellos años la N-II era muy ancha; tenía una línea discontinua en medio y mucho margen en cada sentido, supongo que para flexibilizar la circulación y evitar accidentes.
Pero llegó un momento en el que temí que no llegaríamos bien; y más o menos diplomáticamente dije a Paco que debería conducir el coche yo, pues conocía bien la carretera y la frecuentaba a menudo. Así se hizo, reanudamos viaje y llegamos a Cifuentes sin novedad.
Asistimos al entierro de Gregoria, donde nos encontramos y saludamos a muchos familiares que solo veíamos de vez en cuando, y luego comimos en casa de la tía Dora. Después, dando un paseo por el pueblo, llegamos al kiosco que había junto a la ‘balsa’ y, allí en la terraza, continuamos charlando mientras tomábamos café tranquilamente.
Al regreso, conduje todo el trayecto hasta Madrid; llevé al tío Paco y a la otra persona que le acompañaba a la calle Narváez, junto a su casa, y allí los dejé con su coche. Mi padre y yo volvimos a casa en metro.
Cuando llegué al trabajo al día siguiente, abren la puerta y al pasar me preguntan:
– ¿No te has enterado?
– Pues no. ¿De qué?
– Pues que ayer nos atracaron…
Y ya me contaron con extremo nerviosismo, y sucintamente, la ‘historia’:
“Que, a las cuatro de la tarde, en el momento de abrir la puerta de entrada, empujaron a mi jefe y a otros dos empleados hacia dentro del local, donde amenazándoles a punta de pistola les ataron y encerraron en el baño. Según llegaban más trabajadores, también eran atados. Al jefe le obligaron por la fuerza a desconectar las alarmas, y luego con extrema violencia verbal e incluso con golpes, le conminaron a que abriese las cajas fuertes, de donde extrajeron lo que quisieron, llevándose un botín de muchos kilos en géneros de oro.”
Total, que he hecho un breve y sucinto recorrido por varios lugares y tiempos, casi con el único fin de que este relato fuera un pequeño homenaje al recuerdo de mi tía Gregoria. Pues fue a causa de su entierro que, a las cuatro de la tarde, la hora del atraco, yo estuviera tomando un café junto a la ‘balsa’ de Cifuentes. Me evitó un gran susto o quién sabe si algo más grave… ¡¡¡Gracias, tía Gregoria!!! D.E.P., tía…